Aumentan los rumores alarmantes sobre la situación económica actual. Los negocios se han vuelto lentos, tememos que aumente el desempleo, las inversiones están arrojando pérdidas y las noticias económicas contribuyen a fomentar el malestar, si no el pánico de la gente. ¿Qué hay que hacer? Los expertos economistas basan sus recomendaciones en el comportamiento de las dos variables básicas de la actividad económica: la oferta y la demanda. Hay que bajar los impuestos, dicen algunos, para que haya más dinero para capitalizar empresas y generar fuentes de trabajo. Hay que subir los intereses, dicen otros, para corregir la inflación. Hay que dar subsidios y ayudas sociales para que la gente tenga más dinero con que comprar, dicen otros. Así, todas las soluciones propuestas giran en torno al comportamiento de la oferta y la demanda. Lamentablemente, existe otra «variable» en la actividad económica, que no se puede medir ni estimular fácilmente. Es una variable que, por lo general, los economistas desconocen. No se puede controlar a partir de las instituciones gubernamentales, ni con medidas políticas. Es lo que llamo «la variable M», es decir el componente moral y ético del comportamiento humano.
El Producto Nacional Bruto, no refleja por sí solo la salud de la economía de un pueblo. Hace casi dos milenios, muy lejos de las reveladoras teorías de Adam Smith, padre de la ciencia económica moderna, Salomón escribió: «La justicia enaltece a una nación, pero el pecado deshonra a todos los pueblos.» (Proverbios 14:34). La económica moderna, empírica, pragmática, apegada al rigor científico, no puede entender el principio salomónico. ¿Qué son la justicia y el pecado en un esquema de coordenadas cartesianas? ¿Cómo determinar el índice de justicia y pecado en una nación? La justicia y el pecado son «variables» que no se pueden reducir a una ecuación algebraica. Eluden la investigación científica estricta. Pertenecen al campo de las vivencias internas de las personas que conforman los pueblos. Sin embargo, la justicia sustenta y fomenta silenciosamente el bienestar de las naciones; mientras el pecado, poco a poco, y sin que las herramientas científicas y matemáticas lo puedan detectar, carcome el fundamento de las sociedades hasta llevarlas a la ruina.
La «variable M» tiene que ver con la esencia del corazón del hombre. ¿Desea el hombre trabajar y ser honesto y responsable? ¿Busca el individuo algún bien superior con su trabajo o simplemente se esfuerza por amor al lucro? ¿Es capaz el hombre de sentir compasión? ¿Tiene el valor de tomar decisiones correctas aunque sea en detrimento de sus intereses económicos? ¿Es capaz de evaluar las consecuencias de su actividad económica a la luz del bienestar general de su comunidad? ¿Puede amar a su prójimo sin importar que sea su obrero o su patrón, su cliente o su proveedor? ¿Puede verlo sin hacer cuentas y calcular beneficios? ¿Es capaz de intuir que existe una ley de justicia universal?
La justicia implantada en el corazón humano es la verdadera base de nuestro futuro. No necesita valoración empírica, porque es verdad evidente por si misma. ¿O acaso realmente creemos que la pauta de las sociedades debe ser la injusticia y el desamor? Sin embargo, la justicia y el amor no se imponen sobre los pueblos con medidas y programas gubernamentales. No se pueden crear instituciones para inculcar masivamente estas cualidades. Aquí dependemos de que cada uno siembre uno a uno en otro la semilla, empezando por su propia familia. Estamos frente a una tarea colosal.
Se trata de que uno abra el corazón y cultive en su seno la semilla del Reino de Dios, y que luego, pacientemente, de su propio fruto, la siembre en otro, y otro. y otro, sin desfallecer. Si no sembramos la semilla poco a poco nos iremos enfrentando a un mundo cada vez más estéril de justicia y árido de amor, donde la vida humana no tiene ninguna posibilidad de prosperar.