Hace muchos años, siendo un adolescente ávido de pautas que me ayudaran a resolver el enredo de mis pensamientos escuché a un misionero norteamericano que, en un español maltratado, intentaba ilustrarnos el beneficio de las reglas en la vida. Contó que una vez había una pequeña escuela al lado de una vía grande y muy transitada. Mientras hablaba iba dibujando en un viejo tablero pintado de negro la escuela, un espacio de recreo frente y la avenida con sus carros, que pasaba justo al terminar el área de recreo. Él decía que todos los días los niños se asomaban a la puerta y miraban por las ventanas con ganas de salir a jugar en el espacioso campo frente a la escuela; pero los maestros, temerosos de que algún pequeño descuidado fuera a salirse a la avenida, nunca los dejaban salir. Tenían que pasar el recreo aburridos en un pequeño patio en el interior de la escuela. Un día unas personas generosas del barrio decidieron construir una cerca al rededor de la escuela. Así los niños podrían correr libremente, sin temor alguno. El día en que se terminó de construir la cerca –y el misionero pintó la cerca al rededor del terreno– todos los niños salieron corriendo a disfrutar libremente su recreo, mientras los maestros despreocupados se sentaron a charlar y a verlos jugar. La moraleja era clara. Las reglas, como aquella cerca, nos protegen y lejos de coartar nuestra libertad la promueven.
Aquella simple ilustración me ayudó mucho mientras en mi deseo de ser hombre y adulto luchaba dentro de mí mismo con las reglas y prohibiciones de la casa, la iglesia y la escuela. Es verdad que necesitamos las cercas y las paredes. No podemos vivir a la intemperie. ¿Cuál sería el caos si no tuviéramos paredes tras las cuales resguardarnos? El problema no es únicamente la inclemencia del clima; sino la confusión, el desorden y los terribles conflictos en los que nos meteríamos al violar constantemente los espacios los unos de los otros. Las normas, los principios, las tradiciones y los parámetros de nuestra fe son como las paredes de nuestra casa. Nos dan identidad, seguridad y un sentido de pertenencia. A veces escucha uno «adolescentes» en la fe que quieren echar por la borda todas las restricciones eclesiásticas. Piensan que el verdadero camino a la libertad espiritual es vivir la fe a la intemperie, sin iglesias, ni reglas, ni doctrinas, ni tradiciones. Pero como bien lo ilustraba mi amigo el misionero, tal «visión» no conduce a nada más de que la fatalidad y la pérdida eventual de la verdadera libertad. Los espacios correctamente delimitados nos ayudan a explorar y a crecer con alegría y confianza. Pero hay algo muy importante que debemos recordar: Necesitamos puertas y ventanas.
El apóstol Pablo decía: «Por eso yo, que estoy preso por la causa del Señor, les ruego que vivan de una manera digna del llamamiento que han recibido, siempre humildes y amables, pacientes, tolerantes unos con otros en amor. Esfuércense por mantener la unidad del Espíritu mediante el vínculo de la paz.» (Efesios 4:1-3). Vivir dignamente y ser una comunidad de fe unida y vigorosa requiere de espacios claramente demarcados por pautas doctrinales, morales y cultuales. Derrumbar las paredes es destruir la comunidad y la fe. Pero encerrarse entre paredes inamovibles, sin puertas ni ventanas, es asfixiarse y morirse lentamente en el aislamiento. Pablo dice que hay ser humildes, amables, pacientes y tolerantes. Esas son las ventanas y las puertas de nuestra comunidad. La humildad es una ventana a la belleza del otro, es la capacidad de ver el mundo desde otras perspectivas. Cuando falta la humildad solo vemos hacia adentro, hacia las fantasías del ego envanecido. Si tenemos humildad podemos ver afuera, al oriente, al occidente, al norte y al sur, arriba y abajo. La amabilidad nos permite entrar a los espacios de otros e invitar a otros a entrar en los nuestros. Mantiene el diálogo y nos permite experimentar el mundo del otro sin perder nuestro sentido de identidad, y sin olvidarnos de cuál es nuestro hogar. La tolerancia nos ayuda a reconocer que tenemos que ser flexibles los unos con los otros, que de repente los límites que hemos establecidos con nuestras propias tradiciones y experiencias deben ajustarse para dar paso al crecimiento y la madurez, sin que eso signifique quedarse a la intemperie. Ninguna comunidad inflexible e intolerante, cerrada a las perspectivas de los demás, puede sobrevivir los cambios de los tiempos. Vive de la tendencia, pasa con la moda. Pero por otro lado, ni la comunidad ni la fe sobreviven el caos del campo abierto. Necesitamos iglesias con paredes y techo para resguardarnos y saber quiénes están adentro y quiénes están afuera; pero necesitamos puertas y ventanas para expandiremos y crecer. Las doctrinas y las normas no están ahí para encerrarnos, sino para dejarnos correr con alegría y libertad.